Desde mi adolescencia casi siempre he estado en forma físicamente; pero desde el inicio de la pandemia he dejado de ir al gimnasio y llevo ya más de un año entrenando en la terraza de casa con gomas. Lo que empezó con un "a ver si me mantengo en forma" se ha convertido en que me he puesto más fuerte que el vinagre de Jerez. Más que nunca o al menos igual que cuando he estado más fuerte, allá por mis 25 años, y han pasado otros tantos y alguno más.
Alucino porque —yo que echaba pestes de las gomas— gracias a este entrenamiento obligado por el Sars-Cov-2, y para mi gratísima sorpresa, un día, en plena faena de alcoba, me di cuenta de que podía mantener sin cansarme la pelvis de mi afortunada coprotagonista de juegos en vilo estando ella tumbada boca arriba en la cama, únicamente apoyada en la parte dorsal de su espalda, sus hombros y su cabeza, o sea, con más partes de su cuerpo en el aire que sobre el colchón.
Ella es una mujer de complexión normal, podríamos decir que entre ectomórfica y mesomórfica, lo que significa que no tiene mucho lastre, lo que me facilitó estos nuevos toques; pero también es cierto que no es la primera vez que lo hago y nunca me había encontrado con esa facilidad para levantarla y moverla como si fuera una pluma sin cansarme nada.
—¡Anda! Pensé para mis adentros. La sorpresa fue mayúscula en dimensiones y en agrado, y el refuerzo positivo de esos potentes, porque hacía años ya que no descubría algo tan trascendente en el terreno copulativo. Mi orgullo se quedó en el techo de la habitación porque no podía atravesar el forjado de hormigón armado, porque no sólo había constatado experimentalmente lo fuerte que estoy (cuando entrenas mueves las gomas, tu cuerpo u otro peso, pero no sueles mover cosas más cotidianas excepto la compra, así que no tienes muchas más referencias que esas y el volumen de tus músculos) —que para mí es importante— sino que había descubierto, experimentado, disfrutado y hecho disfrutar a tope del nuevo toque.