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Enfriando motores: llega el invierno al hemisferio norte. (La libido a tormar por saco)

En el hemisferio norte vamos de cabeza hacia el invierno, y el jodío ha empezado frío, frío, con nevadas récord en el Tíbet y... en los dormitorios. Mientras en la tierra de nuestros contentos hermanos sudamericanos se dirigen a toda prisa hacia el acaloramiento global estival, nosotros nos encaminamos con la misma premura hacia la glaciación nuestra de cada invierno.



El panorama es desalentador, el descenso de radiación solar sobre la tierra apaga nuestro estado de ánimo despiadadamente −¿será una treta de nuestro inefable ministro-loca Sebastián para eso de ahorrar energía vital?−, reduciendo la producción de las catecolaminas, responsables de los estados placenteros, y provocando cansancio, pereza, tristeza, apatía... Atrás quedaron para nuestra desgracia los ardores estivales, los cuerpos apenas ocultos bajo tacaños retales de telas luminosas; adiós a la sensualidad, la alegría de vivir, las vacaciones, el ocio, el deporte, la sexualidad a flor de piel, la alegría de vivir que nos procura un mísero rayo de sol.

Estamos ya inmersos en la época de las consabidas proposiciones antilujuriosas femeninas: “acuéstate tú antes para calentar la cama”, sus pies gélidos pegados a nosotros noche tras noche en busca de calor, el poco valorado riesgo de asfixia bajo el edredón cuando uno se anima hacerle a la parienta un examen oral para estimular su rendimiento, la pelea con las sábanas para intentar mantenerse abrigados por ellas hasta que la actividad sexual nos hace entrar en un precario calor... entristecedor, vamos.



Es inevitable; con la ayuda inestimable de la crisis económica, el entorno nos afecta querámoslo o no. Pero aún siendo inexorable, ello no es razón para tirar la toalla y dejarnos arrastrar por la apatía, el desánimo, la depresión, sin lucha. Piensa en la carrera de F1 de ayer, por ejemplo, en la que se decidía quién sería el nuevo campeón del mundo. Segundos antes del fatal desenlace, es probable que estuvieras dando botes de alegría en el salón de tu casa, abrazando a tu familia todos gritando como posesos, generando ingentes cantidades de esas dichosas catecolaminas... para inmediatamente quedaros todos paralizados frente al televisor con la boca abierta chorreando un largo ¡Oooooooooh!.

Seguramente ese estallido inicial de good vibrations haya evitado que nos sintiésemos aún peor por la metedura de pata de un Timo Glock dormido que puso en bandeja la victoria final del odioso Hamilton −que ganó por chiripa− frente a Felipe Massa. Y eso que los españoles estamos más que satisfechos porque Fernando Alonso habría ganado el campeonato incontestablemente si hubiese dispuesto de un monoplaza decente desde el principio de temporada; también porque ahora no se enfrentará ventajosamente a un niñato humillado, sino a un rival de la talla de un campeón del mundo en toda regla, prometiéndonos disfrutar de una venganza servida bien fría la próxima temporada.

La pugna entre la inundación de catecolaminas inicial y la posterior contrainundación del neuroesteroide THP o alopregnanolona, podría ser lo que probablemente nos dejó fríos, estupefactos, pasmados, sorprendidos, sin el previsible sentimiento de gran frustración, depresión o rabia que hubiese sido normal en este caso. ¿No os ocurrió algo parecido?

No quiero dar la impresión de que son las hormonas, los neurotransmisores, los desencadenantes de estos desagradables síndromes postvacacionales como el hiperefímero que nos provocó Felipe Massa, porque podría incitar a alguien a buscar sustitutos químicos para enjugar el llanto, y olvidarse de que las hormonas son consecuencia, no causa, de algo que nos ocurre. Vamos pues, a meterle mano al asunto y recopilar estrategias para compensar en la medida de lo posible estos males estacionales que sufrimos. 

Pero eso será en el próximo post, porque el asunto es denso.