La mayoría de las personas, si no todas, disponemos de conocimientos implícitos, y un ejemplo simple es llevarnos la cuchara a la boca cuando comemos sopa. A nadie se le ocurre abrir la boca para recibir una cucharada antes de tragar la precedente, por razones que sobra explicar. El momento de abrir la boca para la siguiente cucharada no es un conocimiento explícito, no pensamos en cuándo lo hacemos, probablemente nunca en nuestra vida adulta habremos puesto atención en ello, simplemente lo hacemos, lo que lo convierte en conocimiento implícito, automatismo sin intervención de la consciencia.
En la sexualidad también ocurre, nadie nos ha enseñado, y los ejemplos de que disponemos en las películas pornográficas no son precisamente adecuados para dominar la Cienorgasmología, antes bien, al contrario. Por eso la mayoría de las personas utilizamos una serie de automatismos que nos mantienen en círculos más o menos virtuosos y más o menos viciosos, de los que es imprescindible salir si pretendemos optimizar nuestra sexualidad. Y de ellos sólo podemos evadirnos de forma adecuada si ponemos la consciencia a trabajar, a racionalizar, explicitar lo que hacemos para poder eliminar la repetición de los errores que dan lugar a las conductas sexuales mediocres.
En la sesión de reentrenamiento de hoy he conseguido explicitar un problema implícito que me traía de cabeza; casi olvidados mis conocimientos y perdidas mis habilidad y seguridad, no acertaba siquiera a darme cuenta de que en ese punto concreto de nuestra práctica sexual existía un problema. Simplemente tenía un conocimiento implícito de que algo no me acababa de convencer, pero como ella goza como una posesa –hoy hemos alcanzado los 60 por hora de punta por primera vez en algunos momentos, más o menos seis orgasmos en diez minutos–, lo dejaba correr. Pero eso no es propio de un cienorgasmólogo, así que me dispuse a poner toda mi atención, todos mis sentidos alerta.
Ocurría hasta hoy que, después de unos pocos meses de entrenamiento, mi partner enlazaba algunos orgasmos, sin que yo hiciera nada concreto para provocarlo; simplemente, como la cadencia y la intensidad de mis toques no descendía una vez comenzado su orgasmo... porque yo desconocía cuándo terminaba cada uno de ellos, ella terminaba uno y empezaba inmediatamente el siguiente. Yo me sentía algo frustrado –más de uno pensará que ya quisiera una frustración así– porque la orquesta iba a su aire, así que decidí…
COGER EL TORO POR LOS CUERNOS
Y matar dos pájaros de un tiro. El primero es relativo a la contención de mi propio orgasmo. Si tendemos a dejarnos arrastrar por el orgasmo de nuestra partner en circunstancias normales, por aquello de la sana coincidencia de los clímax de ambos, y tenemos que realizar un esfuerzo titánico para conseguirlo, imaginemos lo que supone un orgasmo seguido de otro: más de un minuto de intentar contenerse. ¿El resultado? Duré sólo unos diez minutos. Lamentable.
¿Qué estaba ocurriendo? Y durante el descanso me puse a pensar: cada uno tiene sus costumbres, y mi nueva compañera de entrenamiento acostumbra a anunciar la cercanía de sus orgasmos unas decenas de segundos antes de comenzarlos y en el momento de hacerlo, lo que sumado a la duración del propio orgasmo y a la del consecutivo me arrastraban irremisiblemente, demasiado tiempo al límite.
A mi hermosa compañera y a mí nos une una conexión muy completa e intensa, como no recuerdo haber vivido anteriormente. Piel, aliento, sabores, texturas, formas, proporciones, expresiones verbales, faciales y corporales, ritmos… todo ello contribuye a dificultar mi contención y, como decía antes, sumado a esa eterna duración de sus orgasmos, terminó por arrastrarme con el segundo orgasmo que surgió del precedente.
El segundo pájaro abatido ha comportado el descubrimiento de una clave esencial en el futuro de nuestra sexualidad, pero de ello hablaremos en la próxima entrada, por no alargar demasiado ésta.
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