En los primeros seis meses del año 2020 he conocido a dos mujeres, una de cuarenta y tantos años y otra de pasados los cincuenta, madre la primera de una sola hija, y de dos varones y una chica la segunda, con unas historias vitales tan trágicas que casi parecen de película. Yo sólo había oído algo parecido en las noticias, como algo excepcional, también en el programa Hermano Mayor y otro similar del que ni recuerdo el nombre, pero nunca vi un capítulo, y encontrarme en tan poco tiempo con dos historias similares hizo que me dispusiera a analizar causas, procesos y consecuencias.
Ambas mujeres, de buen nivel educativo —como si eso significase algo, ¿verdad?—, son madres separadas (dicho así no parece nada extraño, pero si decimos "con matrimonios fracasados" la cosa cambia bastante), una economista y otra enfermera, la primera licenciada por una prestigiosa universidad privada de Madrid y exitosa ejecutiva de una multinacional, y la segunda con un buen trabajo fijo en la sanidad pública. Las dos viven en la zona noroeste de la Comunidad de Madrid, en sendos chalés, lujoso e individual en urbanización cerrada con seguridad permanente la economista (alrededor de 1 millón de euros, que los ricos también lloran), y adosado de cerca de 400.000€ la enfermera. Una vida aparentemente envidiable, de hecho muchos la envidiarían.
Además de esto, las dos comparten una característica personal más, en este caso física: son menuditas, pequeñas de estatura y no entrenadas físicamente, más bien débiles.
Algo hizo que de repente...
La hija de la brillante y pudiente economista tiene sólo 12 años. Vuelvan a leer la edad: 12 años. Según me cuenta su tía (también pequeña y sin fuerza), que vive con las dos, la niña fue diagnosticada de TDAH —ténganse en cuenta las discrepancias que existen sobre este tipo de problemas y sus diagnósticos— y fue una niña deliciosa hasta que, según me contaba su tía, algo hizo que de repente se convirtiera en un monstruo.
Palizas frecuentes a la madre y a la tía, varias visitas de la Guardia Civil y el servicio de emergencias SAMUR Psicosocial, y una vida que si ya era suficientemente dramática para las mujeres en el día a día normal desde que la niña llegaba del colegio por la tarde, se convirtió en aterradora cuando como consecuencia de la pandemia del COVID-19 se tuvieron que recluir 24 horas al día durante más de dos meses con el monstruo, como la tía la llamaba.
Perdido todo el control sobre la criatura, tuvieron que soportar —quien siembra vientos recoge tempestades— que la niña durmiera de día y viviese de noche, enganchada a juegos online y sus chats con otros niños y algún hijo de Satanás que se hacía pasar por niño, y que en los ratos que pasaba despierta para comer, sin ducharse ni salir al jardín ni un momento a tomar un poco de sol, insultara y amenazara a madre y tía, les quitase hasta sus teléfonos móviles y ordenadores profesionales cuando se le antojase, tirase y rompiese sus cosas... entre diabólicas risas de superioridad. ¿Os lo imagináis? A mí me cuesta, y eso que me lo han contado ellas mismas.
Cerca de 6.000€ mensuales entre colegio y reformatorio (no sé cómo se llamarán ahora, en la época de la corrección política) en el que finalmente consiguieron internarla engañada, porque se negaba, llegando a morder a su pusilánime padre empresario de éxito en el extranjero cuando intentaron llevarla antes del confinamiento, de visita él en España, son el resultado de 12 años de éxito profesional y fracaso sin paliativos en lo personal, maternal y paternal.
La segunda madre, golpeada varias veces por su hija de 14 años, con el agravante de la adicción a los porros, también ha tenido que recurrir varias veces a la ayuda de la Guardia Civil, y finalmente al internamiento de su hija en un centro reformatorio para adolescentes problemáticos. También dice que su hija era una niña maravillosa y algo hizo que de repente se convirtiera en un monstruo.
¿Cómo se llega a estas situaciones? ¿De repente?
No, de repente no, siempre se llega por el mismo camino: el refuerzo de conductas inadecuadas, día a día. Un día empiezan los golpes, pero el permiso que un hijo se concede para darlos se ha fraguado desde mucho tiempo atrás, durante todo el tiempo que le hemos concedido el permiso de comportarse inadecuadamente.
Recordemos que el refuerzo positivo consiste en premiar conductas inadecuadas contingentemente, por ejemplo riéndole la gracia, o a posteriori, haciendo, días después de un episodio, como que no pasa nada, relacionándose con la criatura como si no hubiese hecho nada, con los típicos cariño, mi amor... de padres ignorantes y ñoños, haciéndoles regalos, concesiones...
Y por el otro lado, el del refuerzo negativo que suelen aplicar los incapaces progenitores en estos casos consiste precisamente en que a los hijos les salga gratis cualquier conducta incivilizada: privarles de las consecuencias lógicas de sus actos. La vida siempre, antes o después, devuelve las consecuencias lógicas de los actos, de modo que hacer que los hijos piensen que pueden hacer lo que les venga en gana es simplemente aplazarles el sufrimiento derivado de sus actos.
Lo peor es que los progenitores (porque padres no son, no llegan a ese nivel, aunque legalmente lo sean) no actúan (castigando) porque dar una respuesta contraproducente y ñoña sea lo mejor para sus hijos, sino porque a ellos les apetece, porque no es agradable en este mundo de víctimas lelas de la ideología de la empatía ver una expresión de terror en la cara de tu hijo. Sin embargo, si se quieren evitar problemas futuros a los hijos, nunca, nunca, nunca, bajo ninguna circunstancia, se deben permitir sobrepasar ciertos límites a los hijos, por más que sea desagradable, nunca.
Por ejemplo, el insulto del niño a los padres siempre debe ser castigado, siempre. Pero atención, porque el niño no suele actuar mal conscientemente (no somos conscientes nosotros que somos sus padres, como para serlo los pobres críos), sino de forma primaria: porque le gustan las sensaciones que obtiene. Por ello el castigo positivo que apliquemos: un rugido, una bronca, un cachete, un azote, una mirada, un tono de voz... (con eso es más que suficiente si se ha ejercido de padres medio bien) debe ser seguido de una renormalización del estado del niño, es decir, no debemos dejarle indefinidamente con el mal rollo, porque de lo contrario rumiará pensamientos contra nosotros, sino —siempre después del castigo, sin omitirlo nunca, nunca— consolarle, y explicarle las causas y las consecuencias de sus actos y de los vuestros, incluyendo los objetivos de cada uno (Ya sé que este último párrafo te lo vas a saltar aunque es el más importante). De ese modo, si es muy pequeño para comprender se dará cuenta de las diferentes consecuencias que obtiene cuando obra mal y cuando los padres hacen uso de su deber de amar, que es incompatible con el ensañamiento, y si es ya mayor, le darás una lección que le será útil en su vida, y en todo caso en tu casa las normas las pones tú (miedo me da decir esto con la pandemia de idiocia que sufre el mundo, así que sed cuidadosos, primero aseguraos de que vuestro objetivo al castigar sea coherente con el desarrollo de las Virtudes Cardinales aristotélicas de vuestros hijos como mínimo).
Ceder y no castigar una conducta inadecuada puede significar no sólo la probable condena a una vida aterradora, sino aún peor: desgraciar a un hijo, condenarle a una vida de reformatorios y posiblemente cárcel, en todo caso una vida llena de dificultades evitables.
De repente... un ejemplo
Hablando con la tía del monstruo de 12 años acerca de sus valores morales (normas de comportamiento, que hay que explicarlo todo) y por extensión de su familia, porque es como le educaron a ella, llegamos a un punto clave. Aunque se negaba a reconocer su participación y responsabilidad en el desastre de crianza toda vez que vive con sobrina y hermana desde hacía más de 2 años, en un momento, hablando de las manías de cada uno, defendió las propias con una sospechosa vehemencia.
Mientras jugaba a la contraofensiva, como si yo estuviera atacando, yo le explicaba mi experiencia como padre y las gratas consecuencias que he obtenido (no me voy a poner aquí a presumir de hijos, así que me ahorraré descripciones) aplicando mis normas, que han dado como consecuencia entre otras que mi hija siempre le ha gustado cualquier tipo de comida. Pero como la tía no consideraba que aquello fuese importante (porque estaría reconociendo sus propias manías y taras), así que le puse como ejemplo el inconveniente que comportaba que varios hijos tuvieran gustos diferentes, porque implica la molestia de tener que hacerles comidas diferentes, pero ella seguía negándolo tozuda, de forma que le pregunté directamente —Entonces, si tu hijo te dice que no le gusta el bacalao, ¿qué haces? —Le hago sardinas, replicó.
A buen entendedor pocas palabras bastan, pero por si alguien no acaba de comprenderlo, sigamos la secuencia lógica de entre otras posibles pero normalmente igual de desagradables y que llevan más o menos al mismo lugar:
— No quiero bacalao
— Te hago sardinas
— No quiero sardinas
— Te hago merluza
— No quiero merluza, quiero pollo
— No hay pollo
— Pues lo pedimos
— No, hay comida de sobra, no vamos a pedir nada
— Pues si no hay pollo, no como
— Tú comerás lo que yo te diga (ahora, cuando ya le ha concedido a la criatura el poder de decidir qué come)
— No me da la gana (lógico, que te den el poder y después te lo quiten no es agradable)
— ...
Unos pocos pasos después están las palizas de las niñas a las madres.
Es cuestión de simple lógica, de acción-reacción.
Imagen de cabecera de Thomas Rüdesheim en Pixabay
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