¿Por qué el mindfulness es un delirio?



El penúltimo estreno de la factoría de ficción de Palo Alto, el mindfulness, ha conseguido convertir en objeto de deseo (must have o must be, como dicen los horteras) el vivir el momento presente.

Ser consciente del momento presente, vivir el momento presente, estar en el aquí y ahora... son consignas que suenan muy bien, muy budista, muy zen; y para los desorientados que jamás han indagado en las raíces de su propia cultura para encontrar las causas de su insatisfacción pero reniegan de ella con aires de superioridad tragándose el queso de que lo importante —en lugar de evolucionar— es cambiar. Y cambiaron, vaya si cambiaron, pero a peor.  

Paradoja de la posmodernidad que se puede ejemplificar muy bien en la frase: —Yo soy Dios, que me espetó una antigua conocida hace unos días, toda ufana, mientras me confesaba su infelicidad (como si supiera lo que es) incapaz de ser consciente de sus flagrantes contradicciones. Justo, precisamente, las que causan sus desgracias. Porque, ¿cómo te va a ir bien si te abrigas cuando calienta Lorenzo y te aligeras de ropa cuando se esconde?

¿Y hacia dónde y hacia qué van a cambiar los desorientados o directamente malorientados? Pues inevitablemente al mismo estado en el que malviven todavía hoy los pueblos creyentes de tales desvaríos, como el pobre monje —obeso— con su malhecho entorno ya remendado cayéndose a pedazos como metáfora del destartalamiento mental que genera su cosmovisión —sin excepciones, véase el caso de Nepal, hoy mismo—, porque la dimensión moral de las cosmovisiones es la que permite u obliga —o prescribe, como es el caso del cristianismo— a pensar y hacer determinadas cosas y prohíbe otras, lo que da como resultado unas interacciones humanas concretas y no otras y las sociedades respectivas. Porque moral significa costumbre; así tal cual, sin más: costumbre.

Como Sé tú mismo y otras chorradas similares, son consignas que suenan bien y es fácil aprendérselas  —tanto que hasta el más tonto puede—, lo que permite a los vendedores de eso llamado sospechosamente recursos humanos o rrhh, soltarlo con cara de entusiasmo, con expresión de —Yo vivo en el momento presente y tú no, infeliz, mientras al receptor la cara que se le queda es de —Joder, qué ridículo estoy haciendo, no tengo ni idea de esto, debo ser tonto además de infeliz. 

Pues tranquilos, que os voy a dar el truco para sobreponeros, es como una vacuna de esas del coronavirus; sólo hay que decirles: Yo no creo en esas gilipolleces de meapilas moderno, y frenan en seco, se ofenden y te dejan en paz. Si no funciona, repite la palabra gilipolleces con desdén dos o tres veces más y aniquilas el virus.









Las claves de la trampa


Como todos hemos vivido alguna vez un momento de grato ensimismamiento, como cuando contemplamos una puesta de sol (en un día de vacaciones, o recién enajenados por la conquista de una persona... porque puestas de sol vemos casi todos los días y no les prestamos atención), un amanecer, una flor, el mar, la corriente de un río... venderte que (gracias a ellos y previo pago de su importe económico y de adoración a su ego) puedes estar así eternamente es tan fácil como hacer una O con un canuto.

Es similar a si yo os vendiera un método para vivir toda la vida en un estado de plenitud (en realidad relajación) como el que se experimenta tras un orgasmo (o cien): como todos lo habéis experimentado y os gustaría experimentarlo a menudo, todos sabríais lo que os quiero vender, y como es algo valioso para el ser humano, muchos me lo comprarían. Aunque no vendería tanto como la chorrada que nos ocupa, porque es una marranada y tu empresa se negaría a comprarlo; pero recordad que a los mindundis happy hippy de la época de Forrest Gump se les vendió precisamente eso y mordieron (y aún muerden) el anzuelo, así que por si acaso no bajemos (más) la guardia.

Y no nos damos cuenta de que ese placentero estado de concentración de la atención que te venden es incompatible con la supervivencia. No pensamos que mucha gente ha muerto atropellada por cruzar una calle estando en Babia o absorta con el móvil. Luego van de evolucionistas, incluso de darwinistas, y no se paran a pensar en que si la evolución requiriese el ensimismamiento lo viviríamos constante y no esporádicamente.

A los enajenados estadounidenses (siguen siendo ingleses, qué puedes esperar) es más fácil venderles monsergas porque aparte de que están tarados de serie, quienes las venden tienen mucho dinero y pueden costear onerosas campañas publicitarias licuacerebros. Y a nosotros nos llega la ola ya crecidita, porque los que han visto negociete ya son muchos y han generado un tsunami de esos que arrasa con (casi) todas las mentes.

Y no nos damos cuenta de la trampa porque confundimos relajación y absorción de nuestra atención en algo concreto de la realidad, con ser conscientes del momento presente. Y concentración y relajación no son lo mismo, ni parecido. No es lo mismo que la puesta de sol nos absorba la atención hasta paralizarnos cuerpo y mente que percibir el tamaño del sol relativo a la estación del año, su color dependiente de las condiciones atmosféricas, su posición, su trayectoria... porque sólo nos interesa la relajante experiencia de parar el tiempo que estamos viviendo, de no pensar, no esos detalles que interesan más a los astrónomos y meteorólogos.

Ser más consciente de la realidad es algo que surge naturalmente a lo largo de la vida, que la paciencia es la madre de la ciencia. A medida que te haces mayor —si tu estilo de vida te lo permite— has acumulado ya tal cantidad de experiencias de moverte en los distintos escenarios de la vida real, que eres capaz de discriminar una enorme cantidad de matices relevantes, por lo que cuando estás viviendo estás simultáneamente analizando instante a instante qué estás haciendo y qué vas a hacer, qué debes hacer y qué no, qué intención tienen los otros... 

Piénsalo así, que es de una lógica aplastante: cuando tenemos pocos años tenemos una experiencia limitada, hemos visto pocas cosas y hecho muchas menos aún, de forma que cuando interaccionamos con la vida, ésta nos absorbe completamente, nos inunda. No sabemos diferenciar el sabor de la tónica de la cerveza y del café, porque no los hemos probado, y si nos lo dan a probar, lo clasificaremos automáticamente en una de las dos categorías básicas, la del desagrado, porque el cerebro no tiene todavía  otras categorías. Sólo disfruta o sufre, y si disfruta se queda embobado disfrutando y si sufre sale corriendo.

Sin embargo tú puedes diferenciar ahora varias clases de café, de tónica, de cerveza... sabes si tiene más taninos el Ribera del Duero o el Ribeira Sacra, lo cual te permite tener la atención consciente puesta en más cosas mientras lo disfrutas, como el meteorólogo puede disfrutar del ocaso mientras es consciente de los miles de datos que al resto se nos escapan. 

Pero hasta llegar a ese estado de consciencia incrementada derivada únicamente de la experiencia —y no hay atajos— uno no puede prestar atención a los detalles que se le han presentado pocas veces o ninguna porque su cerebro no tiene aún estructuras especializadas en reconocerlos, no sabe en qué categorías ubicarlos, por lo que se equivoca más a menudo, lo que le provee las inevitables consecuencias negativas de los errores. Y más si ha categorizado las partes significativas de la realidad en categorías que no les corresponden, por ejemplo, creer que el delirio del mindfulness es algo positivo porque ha leído nosecuantas investigaciones-castaña que demuestran nosequé porque patata.

Y mientras uno no contrasta determinadas hipótesis con la realidad, no sabe por qué, pero vive en una especie de bruma, en un estupor del que no sabe cómo salir salvo con experiencias orgiásticas carnales o inducidas por psicotrópicos, como el mindfulness, el hinduismo, y demás chaladuras. En muchos casos, como la mayoría del universo progre, los estúpidos se creen que son mejores que el resto del mundo por tener una carrera universitaria (normalmente de esas cutres ciencias blandas) o una ingeniería, sin darse cuenta de que puedes ser doctor ingeniero en física y ser un absoluto incapaz en el ámbito de las relaciones humanas, la educación de los hijos, el adiestramiento de perros, o la cocina.







La otra cara de la moneda


Y lo que no te venden, más que nada porque como van de boquita no tienen ni la más remota idea, porque la parroquia saldría de estampida, es que ser consciente del momento presente mola mucho si estás pensando en la puesta de sol en la playa, despreocupado de todo, de vacaciones, con tu churri... pero ¿y si estuvieses en una isla desierta que no está en ningún mapa? ¿Molaría ser consciente instante a instante de tu abrumadora, irremediable y definitiva soledad? 

¿Mola ser súperconsciente cuando la parienta quiere anularte o destruirte y no tienes posibilidad de escape? O al revés, el contrario si eres mujer. Piensa en esos malos momentos, en esos días de bajón en los que eres consciente del movimiento del segundero, del paso de los dígitos uno a uno, segundo a segundo, minuto a minuto, hora tras hora; esos días que no se acaban nunca, esos domingos por la tarde previos a un lluvioso lunes laborable de invierno. ¿Recuerdas los meses de confinamiento durante la pandemia? Día, tras día, uno tras otro.

No, no mola nada. 

Entonces ser chupiconsciente no le servirá de nada al infantil engañado con cuentos fantásticos para mayores inmaduros, lo único que le servirá para dejar de retorcerse prisionero de su piel adentro es tener la cabeza bien amueblada para que te saque de la situación por el único camino por el que se puede salir.

No olvides que un tonto relajao sigue siendo un tonto, un bobo que es él mismo sigue siendo un bobo, y un lerdo chachiconsciente, igual de lerdo que antes de chachiconscientizarse.




 

Imagen de cabecera de Sasin Tipchai en Pixabay

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