Hoy, una vez más, voy a tomar prestada la reflexión diaria que hace Sebastian McCoy en el Confidencial para que todos tengamos en nuestro arsenal algunas ideas útiles más con las que conseguir que un matrimonio funcione bien. He eliminado la parte que hace referencia a la economía y he copiado esto:
Les voy a contar los cinco trucos que hacen que, en mi modesta opinión, mi matrimonio funcione. Hay muchos más, pero éstos son la clave, los que nos recordamos todos los días Sonia y yo.
Ustedes me perdonen las intimidades pero si lo hace el Consejero Delegado de una multinacional, sin apenas conocerme, en un almuerzo oficial ¿por qué no lo va a hacer McCoy sin apenas conocer a la mayoría de ustedes en esta columna oficial? Espero sinceramente que les ayude.
1. Mi mujer sigue siendo mi mejor amiga; lo era antes de casarme con ella y lo sigue siendo una década después. Es un sentimiento recíproco. Nunca he tenido la necesidad de contarle algo a otra persona antes que a ella.
Es verdad que el amor conyugal va más allá de la mera amistad pero gran parte de los matrimonios se hunden por la falta de comunicación, incluido el aspecto sexual. No hay que olvidar que la confesión, hablar, es previa a la comunión, actuar. Es el primer test que hay que realizar.
2. Siempre hemos pensado que el secreto del amor perdurable radica en ensalzar lo bueno de la pareja y aceptar lo malo. Exactamente lo contrario a lo que ocurre en muchos matrimonios, especialmente conforme va pasando el tiempo.
No está mal pararse a reflexionar sobre las virtudes y defectos del cónyuge, una vez transcurrido el periodo de EMT, enajenación mental transitoria. Sabiendo el terreno que se pisa, es más difícil caer en una zanja.
Y, de partida, el hombre y la mujer, caso que nos ocupa, son esencialmente distintos en sus motivaciones, afectivas unas y racionales otros, y en las formas en las que se manifiestan. Cosas de la naturaleza.
3. Una de las máximas que nos impusimos desde prácticamente el inicio de la relación es no irnos a la cama disgustados el uno con el otro. Se trata de un campo de batalla demasiado pequeño como para salir bien parado: la victoria es ínfima y, sin embargo, la derrota demasiado dolorosa. Saber pedir perdón con independencia de que la razón esté o no de tu parte es clave.
El amor se sublima en la donación pero se alimenta con la renuncia. Y el perdón es una puerta de entrada inmensa a la reconciliación. Lo contrario termina conduciendo a la falta de respeto, algo que hay que cortar de raíz ya que sólo va a más y nunca a menos, resultado muchas veces de una frustración no comentada a tiempo.
4. Las grandes cimas se conquistan paso a paso. Lo mismo ocurre con el amor matrimonial. Es un jardín que hay que regar todos los días. Los atracones son pan para hoy y hambre para mañana. Se trata de cuidar los pequeños detalles que no han de derivar en mercantilizar la relación. Cuidado con esto. No son muchas veces cosas las que hacen falta sino gestos, caricias, abrazos, compañía; sensación de sentirse querido, de ser la prioridad.
Que en el trade off familia-trabajo la primera tenga la sensación de que vence, aunque sea por la mínima, por poner un ejemplo de aplicación colectiva que servidor también ha de poner en práctica más a menudo, abducido, como está, por esta columna diaria.
5. Por encima del afecto a nuestros niños, en nuestro matrimonio prima el amor que sentimos (aquí da muestra de no saber qué es el amor, porque está todo el artículo hablando de hacer mientras aquí habla de sentir) recíprocamente como pareja.
Al final los hijos han llegado para irse de nuestro lado, antes o después. Es ley de vida. Les dedicamos nuestros mejores años para que ellos a su vez, llegado el momento, dediquen lo mejor de su vida a sus propios chicos. Nuestros cuatro vástagos, cinco en breve, son siempre lo segundo en nuestro árbol de decisión, a mucha distancia de lo que conviene a la estabilidad de nuestra unión.
Esa vorágine en la que ha entrado el mundo moderno en el que no hay espacio para los cónyuges por la plétora de actividades de la progenie es absurda. Hay que tener presente que todo lo que no se cuida, se pierde, salvo los propios hijos que, aun llenos de atenciones, terminarán por partir en busca de su propio destino.
Nos hemos casado con nuestro marido/mujer, no con los frutos de ese matrimonio que no pueden convertirse en refugio de la propia infelicidad.